El expreso de Memphis

Una terrible decisión

Nunca olvidaré la primera vez que le oí contar la historia. El impacto vivirá para siempre en mi corazón. Yo puedo, ahora mismo, con los ojos de mi mente, volver a verlo todo, como si hubiera sido ayer. El doctor James Kennedy estaba tomando posición en su magnífico púlpito de la Iglesia “Coral Ridge”, en Fort Lauderdale, Florida. En un momento, estaba contando la historia de un joven llamado Griffith.
     La época- él dijo-, fue en los inquietos años veinte. El lugar era Oklahoma. John Griffith estaba al comienzo de sus veinte años de edad, recién casado y lleno de optimismo. Junto a su amorosa esposa, él había sido bendecido con un bellísimo bebé de ojos azules. Con gozo y animación, John estaba viviendo el sueño americano.
     El quería ser un viajante. A menudo se imaginaba lo que sería visitar distantes lugares con nombres bien raros. Le gustaba leer e investigar acerca de estos lugares. Su esperanza y sueños fueron tan vívidos a veces que llegaron a parecerle más reales que la realidad misma. Pero entonces llegó 1929 y la quiebra del mercado de acciones se produjo.
     Con la caída estrepitosa de la economía norteamericana, llegó también la devastación de los sueños de John. Los vientos que silbaban por todo Oklahoma eran extrañamente símbolos de la tormenta que estaba barriendo toda esperanza.
     Oklahoma estaba siendo sistemáticamente asolada por la depresión y la desesperanza.
…Y en medio de tal situación, con el corazón hecho pedazos, John recogió sus escasas pertenencias y con su esposa y su pequeño hijo Greg, en el viejo automóvil Ford, enfilaron hacia el este. Lograron llegar a Missouri, a las orillas del río Mississippi, y allí encontró trabajo en la construcción de uno de esos grandes puentes del ferrocarril que cruzan el inmenso río.
     Día tras día John tomaba asiento en el cuarto de control y dirigía los enormes engranajes de las maquinarias que construían un imponente puente sobre el poderoso río. Pensativamente solía mirar cómo enormes barcazas y espléndidos buques cruzaban con donaire y gracejo por debajo de su puente, surcando las aguas del río. Entonces, mecánicamente, él aminoraba los movimientos de la masiva estructura y meditaba en la distancia, mientras los largos trenes que se dejaban escuchar, iban haciéndose pequeños en las brumas del horizonte. Cada día se despertaba en él la tristeza mientras depositaba en los barcos y en los trenes que se iban, sus sueños y visiones de los exóticos destinos y lugares distantes que siempre había querido visitar.
     No fue hasta 1937 que un nuevo sueño empezó a nacer en su corazón. Su pequeño hijo tenía ya ocho años de edad y John estaba comprometiéndose con la visión de una vida nueva, una vida en la cual Greg trabajaría con él hombro a hombro, una vida de íntima camaradería y profunda amistad.
Ese primer día de una vida nueva, tuvo su aurora y se inició con una alegre incursión por gran puente, padre e hijo, tomados de las manos.
Greg contempló con inusitado asombro cómo su papá podía manejar los mecanismos que hacían que el inmenso puente se levantara y volviera de nuevo a acomodarse. Mientras miraba, seguro que dentro de él pensaba que su padre era el hombre más grande que haya vivido. Estaba maravillado de que su papá, con un movimiento de una sola de sus manos, pudiera controlar lo que hiciera esa mole de estructura que era el puente.
     Antes de que se dieran cuenta, la hora del medio día había llegado. John había operado ya varias veces el puente para permitirle el paso a las embarcaciones que cumplían su itinerario. Y entonces, tomando a su muchacho de la mano, se fueron a disfrutar del almuerzo. Bajaron por un estrecho pasadizo hasta llegar a un puesto de observación a unos 50 pies de altura sobre las aguas del majestuoso Mississippi. Allí se detuvieron y miraban pasmados cómo los barcos cruzaban allá abajo.
     Mientras comían, John le contaba a su pequeño, con vívidos detalles, historias acerca de los destinos maravillosos de los buques que se deslizaban ante sus miradas. Atrapado en un mundo de pensamientos, él hilvanaba historia tras historia, mientras su hijo pendía absorto de cada palabra.
Entonces, repentinamente, en medio de una historia acerca del día en que el río se desbordó sobre sus riberas, él y su hijo fueron traídos de regreso a la realidad por el penetrante silbato de un distante tren. Mirando atónito a su reloj, se dio cuenta que era la 1:7. De inmediato recordó que el puente se hallaba aún levantado y que El Expreso de Memphis tendría que cruzarlo en breves minutos.
     Deseando no alarmar a su hijo, trató de disimular su pánico. En el más calmado tono posible, le pidió al muchacho que se mantuviera quieto. Entonces, dando un salto, alcanzó el pasadizo y corrió por el mismo tan rápido como pudo para llegar a la caseta de control.
     Una vez allí, observó el río para asegurarse de que no había barco alguno a la vista. Y entonces, como estaba entrenado para hacerlo, miro hacia abajo, a la estructura del puente, para asegurarse de que nada podía intervenir en su movimiento. Mientras su mirada recorría todos los lugares, vio algo que le horrorizó, paralizándole el corazón dentro del pecho. Allá abajo, en un espacio del acerado engranaje que servía para facilitar el movimiento del gran puente, estaba su hijo.
Aparentemente Greg había tratado de seguir a su padre, pero cayó del pasadizo. En esos momentos estaba exactamente entre las inmensas y afiladas puntas de hierro que tenían que agarrarse de la cadena que las movería. Aunque aparentaba estar consciente, John pudo darse cuenta de que una pierna de su hijo estaba sangrando profusamente. De pronto un pensamiento llenó de pánico a John. Se dio cuenta de que el bajar aquel puente hubiera significado que él mismo iba a matar al fruto más preciado de su propia vida.
     Atormentado, su mente se desbocaba en todas direcciones, buscando frenéticamente alguna solución. De pronto un plan emergió. Con los ojos de su imaginación se vio a sí mismo agarrando un rollo de cuerdas, y asido fuertemente deslizándose hacia abajo hasta poder tomar a su hijo en uno de sus brazos y traerlo de regreso a la seguridad. Tendría entonces tiempo, de salirle todo bien, de mover las palancas y preparar el puente para que cruzara el tren que se acercaba.
     Sin embargo, bien pronto se dio cuenta de la insensatez de su plan. Sabía que no disponía de tiempo para tanto. Comenzó a sudar copiosamente mientras el terror se reflejaba en cada expresión de su rostro. Trataba de pensar más y más en alternativas, pero ya no podía. De sus labios brotaba el quejido de su propio corazón. ¿Qué debo hacer ‘, Qué debo hacer?

     Sus sentimientos se agolpaban a medida que se acercaba el tren. En un estado de pánico pensó en las 400 personas que inexorablemente se movían hacia el puente. En un instante de entre los árboles aparecería rugiente el tren a una velocidad imposible de detenerse. Pero, allí estaba su hijo…su único hijo…su orgullo…la alegría de su vida.
     Su mamá – el podía ver ahora su rostro anegado en lágrimas - . Era también su hijo, su adorado hijo. John volvió a pensar que como padre tenía que amar a su hijo sobre todo.
     Pero en un momento, decidió lo que tenía que hacer. Sabía que tenía que hacerlo, así que clavando su cara sobre su pecho, haló la palanca. Los gritos de su hijo fueron rápidamente apagados por los férreos ruidos del puente que iba ajustándose a su posición. Con solamente segundos de margen, el Expreso de Memphis- con sus 400 pasajeros-, apareció desde el follaje y cruzó raudo el inmenso puente.
     John Griffith levantó su empalidecido y lloroso rostro y miró hacia las ventanillas del tren que cruzaba. Un hombre de negocios leía el periódico del día. Un uniformado conductor miraba negligentemente su reloj de bolsillo. Las damas estaban disfrutando de su té en los carros del comedor. Un pequeño niño, extrañamente parecido a su propio hijo, Greg, hundía la cuchara en una copa rebosante de helado. Muchos de los pasajeros se veían animados en medio de intrascendentes conversaciones, mientras otros sonreían casi descuidadamente.
     Pero nadie miró hacia él. Ni una sola persona echó una breve mirada al hueco lleno de hierros que habían triturado la vida de su vida, todas sus esperanzas y todos sus sueños.
     Preso de incontenible angustia, él bajó el cristal de su cabina de control y gritó fuertemente: ¿Qué es lo que son ustedes? ¿No les importa? ¿ No saben que yo he sacrificado a mi hijo por ustedes? ¿Qué anda tan mal con ustedes que a nadie le importa?
     Nadie contestó, nadie oyó. Ni siquiera uno miró. Y entonces, tan rápidamente como comenzó, todo había terminado. El tren desapareció, moviéndose raudo por el puente, en busca de horizontes.
     Ahora mismo, mientras yo les repito esta historia, siento mi rostro humedecido por las lágrimas; porque esta ilustración es apenas un destello de lo que Dios hizo por nosotros al sacrificar a Su Hijo, Jesús, para expiar los pecados del mundo ( Juan 3:16 ) .Sin embargo, de forma diferente a como el Expreso de Memphis tomó a John por sorpresa, Dios – en su gran amor y de acuerdo a su Soberana voluntad y propósito-, había determinado sacrificar a Su Hijo, para que nosotros Pudiéramos tener la vida ( 1Pedro 1:19,20 ). No solamente eso, sino que el consumado amor de Jesús se demuestra en el hecho de que El no fue “tomado por sorpresa “, como en el caso del pequeño hijo de John. Mas bien El, de su propia voluntad, sacrificó su vida por los pecados de la humanidad (Juan 10:18 y Mateo 26:53).
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Cristianismo en Crisis
HANK HANEGRAAFF
Página 153 - 158

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